El valor de nuestra Palabra
Decimos que una persona es “seria” cuando no habla por hablar. Si los actos son congruentes con lo que se piensa y siente, hay solidez en ella. Todo apunta hacia un mismo sitio. El comportamiento; el sentimiento y el pensamiento se integran y concuerdan. Una persona así es confiable. Hay que darle crédito, porque la consistencia conductual y la credibilidad van de la mano.
No obstante, debemos reconocer que poseemos una clara tendencia a desordenarnos. No somos tan consecuentes como deberíamos. Se nos olvidan los principios y nos contradecimos a cada rato. Y aunque hagamos apología de la moral y las buenas costumbres, fallamos a la hora de actuar. Nuestra actitud es más retórica que real.
Las personas que logran cohesión entre la mente, la conducta y el afecto, se vuelven extremadamente poderosas, porque los conflictos disminuyen. Se autoabastecen. No necesitan llamar la atención, buscar posición, status o poder. Su fortaleza viene de adentro. La energía del que dice lo que piensa genera terremotos.
Cuentan que un ministro inglés se vio obligado a presentar la renuncia. Su frase fue esta: “Renuncio, porque se están acercando a mi precio”. La máxima expresión de honestidad: “Soy débil, pero no me dejo”. Es posible que todos tengamos un precio, y quizás haya que ser más corregible que intachable. La decencia también está en reconocer las propias limitaciones y afrontarlas.
Hace algunos años, los comerciantes no firmaban letras ni pagarés. La palabra era suficiente, era como un cheque de gerencia disponible a todas horas. Esos extraños especímenes de hace cuarenta o cincuenta años no cargaban tarjetas de crédito, extractos bancarios ni paz y salvos. El estilo de vida era la mejor carta de presentación y la historia personal el mejor codeudor. Otra vez los hechos. En aquellos años, aunque había cosas malas y negativas, existían ciertas prácticas honorables ampliamente difundidas. Había cierta preocupación por la reputación, que no era apariencia, sino respetabilidad: “Mi proceder me define como persona”.
No solamente somos lo que decimos que somos, sino como nos comportamos. Cuando nuestra manera de ser se fragmenta, surge la ambivalencia y nos volvemos sospechosos. La vida cotidiana es un problema de calidad total. Si por la mañana soy sanguinario y por la tarde amoroso, estoy en claro cortocircuito. Si robo al amanecer y doy diezmos al atardecer, me estoy engañando a mí mismo. Cuando los decires no se acompañan de las acciones pertinentes, sólo queda la imagen deslucida de lo que podría haber sido y no fue. Un enredo, una mentira.
Ser integro es procurar ser sincero y claro. Casi transparente. Es pensar, actuar y sentir en una misma dirección porque estamos convencidos de que así debe ser. Es exhibirnos sin disfraces ni estafas emocionales: “Esto es lo que soy y no hay nada que ocultar”. Todo a la vista. Para ejercitar el complejo arte de la rectitud, no se necesita ser milimétrico y rígido como un riel. Solo se debe hablar con la verdad e intentar, valiente y conscientemente, achicar ese agotador camino que nos lleva “del dicho al hecho”. Es deprimente que ya las personas no crean en ti, ni siquiera tu misma familia .
Dios por su palabra nos aconseja:
Todo lo que es verdadero,
todo lo que es honesto,
todo lo justo, todo lo puro… esto haced.
(Filipenses 4:8)
El que habla verdad declara justicia;
Mas el hombre mentiroso, engaño.
(Proverbios 12:17).
Todo lo que es verdadero,
todo lo que es honesto,
todo lo justo, todo lo puro… esto haced.
(Filipenses 4:8)
El que habla verdad declara justicia;
Mas el hombre mentiroso, engaño.
(Proverbios 12:17).
No hay comentarios:
Publicar un comentario