Amarlos de Verdad
El amor por los hijos es, sin lugar a dudas, el más puro e incondicional. No importa el riesgo personal o la cuota de sacrificio, siempre estamos dispuestos y atentos a sus necesidades, requerimientos, siempre listos y claro está, muchas veces agotados. Así son las cosas. El sentimiento que profesamos por nuestros hijos no conoce límites, malicia ni interés: verlos feliz y rebosantes de salud es la mayor retribución. Los amamos con los huesos.
Vivimos gran parte de nuestras vidas por y para ellos. Y ni siquiera es una decisión voluntaria, sino pura genética afectiva. Una mala madre y un padre indiferente son vistos ante la sociedad como seres desnaturalizados. Nuestra cultura soporta más un mal hijo que unos malos padres.
El problema es que tanto afecto, tanto sentimiento a flor de piel y en carne viva, a veces nos hace meter la pata. Si el cariño se vuelve incontrolable comienza a ser perjudicial, tanto para el que lo da como para el que lo recibe. Cuando el amor se pasa de revoluciones, comenzamos a actuar irracionalmente.
Una señora patrocina económicamente la adicción de su muchacho a la droga, porque “lo ama” y no quiere verlo sufrir. Un señor mayor todavía sostiene a un hijo de cincuenta años que nunca ha trabajado por pereza, porque “no es capaz de dejarlo en la calle”. Una pareja humilde gastó todos sus ahorros, para que la niña que cumplía quince pudiera ir a Europa. No digo que haya que mermar el afecto, lo que hay que entender es que el oficio de criar requiere temple y, en muchas ocasiones, hacer de tripas corazón: canalizar el afecto. Cuando un padre o una madre dejan de aplicar alguna norma educativa importante con el argumento de: “No soporto verlo sufrir”, no solamente se vuelven cómplices sino egoístas, porque están pensando más en el propio sufrimiento que en el bienestar del hijo.
Este amor de padres que nos sacude cada día, que nos pone a dudar y que tanto nos asusta, debemos aprender a regularlo. Hay sentimientos negativos que se asocian a los padres y en especial a los que aman demasiado. Uno es el miedo a equivocarse: “Si me equivoco. Los traumatizo”. Cuando el apego es muy fuerte, es probable que cometamos errores, porque las decisiones suelen ser más emocionales que racionales (pensar con el corazón es altamente peligroso).
Y está el sentimiento negativo que se refiere a la insoportable culpa: “No debería haberlo sancionado”. Es cuando el remordimiento no nos deja pegar el ojo y comenzamos a repasar obsesivamente todo lo que hicimos.
El amor exagerado nos hace perder el norte y caer constantemente en el arrepentimiento, a aunque sea bueno, honesto y sincero nuestro proceder. Amar con responsabilidad es tener el coraje de educar, aunque nos duela el alma hacerlo. Dios no se equivoca cuando nos aconseja: "El padre que ama a su hijo lo disciplina." Es poner el efecto al servicio del ser querido y no de la propia satisfacción. Es la mezcla delicada entre el abrazo y el “no” oportuno. Es el castigo y el beso imprescindible.
El amor por los hijos siempre lleva implícita una combinación de dolor/placer, que no es calvario masoquista ni desconsuelo, sino esa extraña sensación del “ deber cumplido ”. Los disfrutamos y los padecemos. Ese es el ciclo. Y cuando ya nos acostumbramos al huracán amoroso de su presencia. Nos toca devolverlos a la vida. No hay ni habrá jamás una manera suave e indolora de quererlos. Es una responsabilidad ante Dios , el como formar a nuestros hijos pues:
Vivimos gran parte de nuestras vidas por y para ellos. Y ni siquiera es una decisión voluntaria, sino pura genética afectiva. Una mala madre y un padre indiferente son vistos ante la sociedad como seres desnaturalizados. Nuestra cultura soporta más un mal hijo que unos malos padres.
El problema es que tanto afecto, tanto sentimiento a flor de piel y en carne viva, a veces nos hace meter la pata. Si el cariño se vuelve incontrolable comienza a ser perjudicial, tanto para el que lo da como para el que lo recibe. Cuando el amor se pasa de revoluciones, comenzamos a actuar irracionalmente.
Una señora patrocina económicamente la adicción de su muchacho a la droga, porque “lo ama” y no quiere verlo sufrir. Un señor mayor todavía sostiene a un hijo de cincuenta años que nunca ha trabajado por pereza, porque “no es capaz de dejarlo en la calle”. Una pareja humilde gastó todos sus ahorros, para que la niña que cumplía quince pudiera ir a Europa. No digo que haya que mermar el afecto, lo que hay que entender es que el oficio de criar requiere temple y, en muchas ocasiones, hacer de tripas corazón: canalizar el afecto. Cuando un padre o una madre dejan de aplicar alguna norma educativa importante con el argumento de: “No soporto verlo sufrir”, no solamente se vuelven cómplices sino egoístas, porque están pensando más en el propio sufrimiento que en el bienestar del hijo.
Este amor de padres que nos sacude cada día, que nos pone a dudar y que tanto nos asusta, debemos aprender a regularlo. Hay sentimientos negativos que se asocian a los padres y en especial a los que aman demasiado. Uno es el miedo a equivocarse: “Si me equivoco. Los traumatizo”. Cuando el apego es muy fuerte, es probable que cometamos errores, porque las decisiones suelen ser más emocionales que racionales (pensar con el corazón es altamente peligroso).
Engañoso es el corazón mas que todas las cosas…
(Jeremías 17:9 )
(Jeremías 17:9 )
Educar requiere un buen balance de ambos. Otro sentimiento negativo es el pesar (lástima, aflicción ): “No soy capaz de hacerlo sufrir”. Pero aunque nos angustie, no hay otra opción. El proceso enseñanza –aprendizaje requiere poner límites y generar cierta dosis de frustración saludable y recomendable. Si el muchacho se “deprime” porque no tiene los zapatos deportivos de moda, que se deprima. En un caso así no estaría de más revisar la escala de valores familiares.
Y está el sentimiento negativo que se refiere a la insoportable culpa: “No debería haberlo sancionado”. Es cuando el remordimiento no nos deja pegar el ojo y comenzamos a repasar obsesivamente todo lo que hicimos.
El amor exagerado nos hace perder el norte y caer constantemente en el arrepentimiento, a aunque sea bueno, honesto y sincero nuestro proceder. Amar con responsabilidad es tener el coraje de educar, aunque nos duela el alma hacerlo. Dios no se equivoca cuando nos aconseja: "El padre que ama a su hijo lo disciplina." Es poner el efecto al servicio del ser querido y no de la propia satisfacción. Es la mezcla delicada entre el abrazo y el “no” oportuno. Es el castigo y el beso imprescindible.
El amor por los hijos siempre lleva implícita una combinación de dolor/placer, que no es calvario masoquista ni desconsuelo, sino esa extraña sensación del “ deber cumplido ”. Los disfrutamos y los padecemos. Ese es el ciclo. Y cuando ya nos acostumbramos al huracán amoroso de su presencia. Nos toca devolverlos a la vida. No hay ni habrá jamás una manera suave e indolora de quererlos. Es una responsabilidad ante Dios , el como formar a nuestros hijos pues:
He aquí herencia de Dios son los hijos
( Salmos 127: 3 ).
( Salmos 127: 3 ).
INSTRUYE AL NIÑO EN SU CAMINO,
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