domingo, 28 de septiembre de 2008

SANA RESIGNACIÓN….

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Ni todo sufrimiento es malo, ni todo sufrimiento es bueno. Ni búsqueda desenfrenada de placer ni fanatismo masoquista. Hay aflicciones que son imprescindibles para el ser humano, y otras que sobran. Hay dolores productivos que nos hacen crecer y avanzar, y otros que son una especie de vía crucis rumbo a nada: el tormento por el tormento.

Un buen ejemplo de este sufrimiento justificado es el duelo. En situaciones de pérdida. Como la muerte de un ser querido o la separación conyugal, la biología nos impone el principio de realidad. El duelo nos enseña que hay que saber perder y ante lo irremediable, la mejor opción es la humilde aceptación. Si no fuera así, el organismo se desgastaría tratando inútilmente de recuperar un imposible. Moriríamos en el intento. El reconocimiento de que “Se acabo” y que “ya no hay nada que hacer” nos libera de una estéril y dolorosa espera. Y reposar con confianza en las promesas que Dios nos da en su palabra de moradas eternas para los que parten de este mundo.

El duelo normalmente posee varias etapas. Una es el embotamiento o entumecimiento de la sensibilidad, en la cual la persona se siente aturdida e incapaz de entender lo ocurrido; puede durar horas o semanas.

En una segunda etapa, de anhelo y búsqueda, la persona no acepta que la perdida sea permanente. Aquí pueden aparecer manifestaciones como llanto, congoja, insomnio, pensamientos obsesivos, sensaciones de presencia del muerto (muchos equivocadamente recurren a visitas a videntes y brujos), cólera y rabia, en fin, en esta etapa se intenta restablecer inútilmente el vínculo que se ha roto. Es una etapa de ansia y desesperación; puede durar de dos a tres meses.

En la tercera fase, pese al dolor, se comienza a aceptar la perdida y aparece una fase realista y depresiva; el tiempo promedio es de dos a tres meses. Finalmente, se entra a la fase de reorganización, donde, ya si, se comienza a renunciar definitivamente a la angustia, el dolor y la persona recupera la iniciativa y las ganas de vivir.

Se calcula que un duelo bien elaborado puede durar de seis meses a un año, dependiendo de la cultura y la historia previa de la persona. Algunas personas crean un duelo crónico, es decir, se quedan ancladas en la tercera etapa (Depresión). Otras, pueden permanecer en la primera etapa, y configuran lo que se llama ausencia de aflicción consciente. En ambos casos, el proceso se estancia y las remembranzas se transforman en calvario.

“Elaborar” adecuadamente un duelo afectivo implica que la mente y el organismo puedan procesar, aceptar, absorber, decodificar o asimilar la ausencia definitiva de la persona amada. Quiere decir que al pasar por estas etapas, el duelo admite y asume, así sea a regañadientes, el hecho de la perdida. No significa insensibilidad ante la muerte, ni olvido inclemente, sino nostalgia de la buena. Recuerdos modulados por el amor en vez de angustia de separación. No hay ansiedad descontrolada, sino mansedumbre afectiva. Se fue, pero quedan los años vividos, la dicha de haberlo tenido, la memoria teñida de momentos inolvidables y la añoranza limpia de toda ira. En un buen duelo no hay egoísmos, apropiaciones indebidas, posesiones a destiempo, ni celos retrospectivos. Aunque es recomendable llorar hasta el cansancio, no suele haber mártires, estancamientos suicidas o autolaceraciones.

Tarde que temprano, el vendaval del desconsuelo cede paso a una sosegada calma que surge desde adentro. Y es cuando comprendemos que todo ese sufrimiento, ese desgarrador padecimiento, cumplió su cometido. No fue en vano. Había que sufrir para empezar de nuevo. Así es la sana resignación del que sabe perder. Pero que puede descansar en la bendita esperanza de una vida eterna con Dios.

Él enjugará toda lágrima de sus ojos,
y ya no habrá muerte, ni habrá más duelo,
ni clamor, ni dolor,
porque las primeras cosas han pasado
.
(Apocalipsis 21: 4) LBLA.

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