Descentrarse es adoptar, así no sea de manera definitiva, un punto de vista distinto al propio. Es colocarse en los zapatos del otro. Es intentar percibir el mundo como probamente lo haga otra persona y entender que hay muchas ópticas posibles. Este proceso de “salirse de uno mismo” es supremamente importante en el desarrollo de la personalidad, ya que si no se logra, las principales facultades afectivas en el hombre se ven estancadas y sobreviene la inmadurez emocional.
La descentración permite entender que uno no es el centro del universo y la existencia de una realidad independiente del observador.
A medida que va creciendo, el niño logra lentamente desprenderse de la autoridad del “Yo”, y va aceptando a regañadientes una visión menos autorreferencial. A su ritmo, va reconociendo que las demás personas no son una mera prolongación de su ser, sino que viven por derecho propio. A la creencia de que uno es el “ombligo del mundo” se le conoce como egocentrismo, y aunque es de esperar que desaparezca en la primera infancia, algunos siguen ostentándola toda la vida.
Al vincularse afectivamente, el egocéntrico trastoca el amor. Lo invierten ciento ochenta grados hasta convertirse en receptores absolutos. Egoísmo condensado. Avaricia e individualismo acaparador: “Todo es para mí” y “Tú me importas poco”. Dicho de otra forma, “Soy mas merecedor del amor que tú”. “Atenidos” por naturaleza y a duras penas dadores.
En su expresión más pura, el narcicista niega las necesidades ajenas, las subestima o sencillamente le molestan. Se desentiende del bienestar o del dolor de la persona que dice amar: “Si yo estoy satisfecho, nada importa”. No hay compasión, porque el sentimiento de pesar les genera estrés. En los narcicistas, la insensibilidad por la pareja casi siempre se generaliza. La persona ególatra es así las veinticuatro horas y con todo el mundo: nadie se excluye, excepto él. Siempre tomara la mejor tajada, el mejor asiento, se apoderará del control del televisor y ocupará el mejor lado de la cama. Primero “Yo”, segundo “yo” y tercero “yo”. Sacará ventaja de cualquier situación porque se cree merecedor a ultranza. Realmente piensa que está por encima: “Las reglas son para los otros, yo estoy por encima de ellas”.
Cuando un ególatra pierde el control afectivo, el intento por recuperarlo no conoce límites. Tratará de reconquistar el botín a lo que de lugar; y si logra capturar el amor perdido, el interés decae inmediatamente para regresar a su sitial de honor.
La persona egocéntrica no ama: somete, ordena y decreta. Sus manifestaciones de ternura son dádivas y retribuciones al reconocimiento que hace el otro a su “especial condición”. Si solamente soy capaz de recibir afecto y, además, subestimo la pareja, la relación automáticamente se verticaliza. Habrá alguien que ostente más derechos, más poder, más supremacía. La explotación será solo cuestión de tiempo. No puede haber amor si hay desdén.
Hay dos extremos que son malos. Avergonzarse de uno mismo es tan patológico como endiosarse. Pero a diferencia de la sumisión, la vanidad posee un atributo particular que la hace especialmente insufrible: vive del otro. Como los parásitos, roba cariño hasta secar todo residuo de afecto disponible. Sobrevive de la alabanza y se recuesta en la pleitesía. En otras palabras, se aprovecha del amor hasta matarlo de inanición.
y siempre es amable.
El que ama no es envidioso,
ni se cree más que nadie.
No es orgulloso. No es grosero ni egoísta.
No se enoja por cualquier cosa.
No se pasa la vida recordando
lo malo que otros le han hecho.
(1 Corintios 13: 4-5) BLS
No hay comentarios:
Publicar un comentario