CORREGIR CON AMOR
Existía anteriormente en algunos colegios la espantosa costumbre de castigar físicamente el mal comportamiento y el bajo rendimiento académico. Los profesores, que más parecían guardianes de un pabellón de máxima seguridad, propinaban pellizcos, coscorrones y “sacudones”. Si se cometía alguna falta, se tenia que sacar las manos para recibir un “reglazo” , y no gritar. Si algún quejido asomaba, la ración se duplicaba.
El tenebroso principio de, “La letra con sangre entra”, era aplicado a la perfección, de manera meticulosa e inclemente, con la pulcritud del que sabe ser cruel. Y no me refiero a las ofensas y al maltrato emocional (como la humillación de parar al mal estudiante en un rincón y colocarle orejas de burro), sino al castigo corporal directo y sin anestesia.
La sanción física produce temor. La obediencia obtenida por este método resulta ser una cuestión de supervivencia más que de respeto. No hay admiración o reconocimiento natural de la autoridad, sino pánico. Cuando hay miedo, la capacidad mental se reduce a su mínima expresión. El aprendizaje se obstaculiza, porque el “software” se ve alterado por un invasor, un distractor que consume demasiada energía. Una cosa es enseñar y otra muy distinta domesticar. A los animales se les adiestra, a los humanos se les educa.
Aquellos padres que utilizan la agresión física rutinariamente, están fuera de foco. Se equivocan de extremo a extremo. La aplicación sistemática de técnicas aversivas es criticable desde todo punto de vista. Cuando leemos en la palabra de Dios sobre la disciplina esta lejos del concepto de la agresión: No rechaces la instrucción de Dios, ni te enojes cuando te reprenda. Porque Dios corrige a quienes ama, como corrige un padre a sus hijos… con amor ( Proverbios 3:11-12) BLS.
Los niños sometidos a la “pedagogía de las magulladuras” aprenden a escarpar y evitar, pero no internalizan los conceptos y los valores como deberían. Su aplicación genera, algunas consecuencias negativas para el desarrollo afectivo. Una es, la sanción violenta produce ansiedad condicionada, es decir, fobias y alta susceptibilidad al estrés.
Otra consecuencia es que se obstaculiza la comunicación con el agente castigante: los hijos de padres castigadores terminan alejándose afectivamente de ellos (es difícil conversar con el verdugo y no sentir dolor). También puede generar que con el tiempo, la victima va creando cierta aprensión a los modelos de autoridad. Muchos adultos que hoy se inclinan obsecuentemente ante el poder, han sido sometidos en su infancia a un sistema de punición altamente dañino.
Por último, la influencia del mal ejemplo: los hijos de padres golpeadores, casi siempre son golpeadores. Infligir sufrimiento a otro ser es inadmisible. No me refiero a las palmaditas simbólicas de “Eso no se hace”, sino a la rudeza como estilo de vida, al terrorismo de las palizas indiscriminadas, a los azotes desproporcionados o a cebarse en la triste tarea de vulnerar y pisotear a la persona que decimos querer.
El disciplinar debe llevar el propósito de verdaderamente educar y no atemorizar al hijo. En cuanto a vosotros, padres, no provoquéis la ira de vuestros hijos, antes bien educadlos y, cuando sea necesario, amonestadlo en la disciplina llena de amor del Señor. (Efesios 6:4) V. CST.
La didáctica del terror ha dejado a más de una generación seriamente aporreada. Para muchos, la mirada de papá era suficiente para hacernos obedecer. Como un rayo, atravesaba la conciencia y literalmente nos paralizaba. Después, tenía lugar un lacónico y mortificante “dialogo” “Si” “Si, que”…. “Si señor”. Fulminante, terrible. La educación violenta, en cualquiera de sus formas, sólo produce violencia y enormes cantidades de resentimiento, a veces imposible de procesar.
El buen educador no necesita cargar un látigo las veinticuatro horas. Él por excelencia ha decidido reemplazar el castigo físico por otras estrategias más humanistas. Un paquete de instrucciones bien balanceado, donde la firmeza, el respeto y el amor se compensan mutuamente para que el suplicio deje de existir.
El tenebroso principio de, “La letra con sangre entra”, era aplicado a la perfección, de manera meticulosa e inclemente, con la pulcritud del que sabe ser cruel. Y no me refiero a las ofensas y al maltrato emocional (como la humillación de parar al mal estudiante en un rincón y colocarle orejas de burro), sino al castigo corporal directo y sin anestesia.
La sanción física produce temor. La obediencia obtenida por este método resulta ser una cuestión de supervivencia más que de respeto. No hay admiración o reconocimiento natural de la autoridad, sino pánico. Cuando hay miedo, la capacidad mental se reduce a su mínima expresión. El aprendizaje se obstaculiza, porque el “software” se ve alterado por un invasor, un distractor que consume demasiada energía. Una cosa es enseñar y otra muy distinta domesticar. A los animales se les adiestra, a los humanos se les educa.
Aquellos padres que utilizan la agresión física rutinariamente, están fuera de foco. Se equivocan de extremo a extremo. La aplicación sistemática de técnicas aversivas es criticable desde todo punto de vista. Cuando leemos en la palabra de Dios sobre la disciplina esta lejos del concepto de la agresión: No rechaces la instrucción de Dios, ni te enojes cuando te reprenda. Porque Dios corrige a quienes ama, como corrige un padre a sus hijos… con amor ( Proverbios 3:11-12) BLS.
Los niños sometidos a la “pedagogía de las magulladuras” aprenden a escarpar y evitar, pero no internalizan los conceptos y los valores como deberían. Su aplicación genera, algunas consecuencias negativas para el desarrollo afectivo. Una es, la sanción violenta produce ansiedad condicionada, es decir, fobias y alta susceptibilidad al estrés.
Otra consecuencia es que se obstaculiza la comunicación con el agente castigante: los hijos de padres castigadores terminan alejándose afectivamente de ellos (es difícil conversar con el verdugo y no sentir dolor). También puede generar que con el tiempo, la victima va creando cierta aprensión a los modelos de autoridad. Muchos adultos que hoy se inclinan obsecuentemente ante el poder, han sido sometidos en su infancia a un sistema de punición altamente dañino.
Por último, la influencia del mal ejemplo: los hijos de padres golpeadores, casi siempre son golpeadores. Infligir sufrimiento a otro ser es inadmisible. No me refiero a las palmaditas simbólicas de “Eso no se hace”, sino a la rudeza como estilo de vida, al terrorismo de las palizas indiscriminadas, a los azotes desproporcionados o a cebarse en la triste tarea de vulnerar y pisotear a la persona que decimos querer.
El disciplinar debe llevar el propósito de verdaderamente educar y no atemorizar al hijo. En cuanto a vosotros, padres, no provoquéis la ira de vuestros hijos, antes bien educadlos y, cuando sea necesario, amonestadlo en la disciplina llena de amor del Señor. (Efesios 6:4) V. CST.
La didáctica del terror ha dejado a más de una generación seriamente aporreada. Para muchos, la mirada de papá era suficiente para hacernos obedecer. Como un rayo, atravesaba la conciencia y literalmente nos paralizaba. Después, tenía lugar un lacónico y mortificante “dialogo” “Si” “Si, que”…. “Si señor”. Fulminante, terrible. La educación violenta, en cualquiera de sus formas, sólo produce violencia y enormes cantidades de resentimiento, a veces imposible de procesar.
El buen educador no necesita cargar un látigo las veinticuatro horas. Él por excelencia ha decidido reemplazar el castigo físico por otras estrategias más humanistas. Un paquete de instrucciones bien balanceado, donde la firmeza, el respeto y el amor se compensan mutuamente para que el suplicio deje de existir.
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