viernes, 4 de julio de 2008

EL LENGUAJE DEL AMOR.

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El amor tiene un lenguaje especial que no siempre puede verbalizarse. A veces, cuando se nos enreda la lengua y el cerebro entra en inhibición, la mirada, el guiño hablan por nosotros. Lo sorprendente es que pese a su antigüedad, el callado idioma del amor puede ser mucho más elocuente que veinte tomos de literatura romántica.

Existe una forma de descodificación afectiva donde las neuronas sobran y el corazón se hace cargo. Las claves dejan de ser lingüísticas para volverse gestuales, indiscretas y hasta desfachatadas. En el amor, las emociones desconocen la razón y se mandan a si mismas. Algo se transmite cuando estamos frente a frente con “la traga”, algo nos delata y nos pone en evidencia. Se nota y “hablamos hasta por los codos”. Y no necesariamente es rubor, tartamudez crónica o incapacidad vergonzante, sino datos invisibles. Información que no se ve, pero se siente, o mejor, se huele.

Lo cierto es que la comunicación amorosa no puede contenerse en ninguna frase (aunque los poetas se aproximan bastante), porque la letra es otra. Sus enunciados son los balbuceos, los suspiros, uno que otro gruñido bien intencionado y los consabidos alaridos. No estoy diciendo que debemos volvernos sordomudos, sino que seria interesante recuperar las primeras vías de intercambio afectivo. Acariciar, abrazar y besar son otras formas de decir. Son manifestaciones del ser que ama. Cuando se pierde el valor del dialogo, los silencios son molestos y la mímica se vuelve incomprensible. Nos cuesta entender que el amor interpersonal no sólo se vale de los órganos del lenguaje para sentar precedentes. Si estamos enamorados, todos los sentidos se aúnan para conformar un nuevo dialecto, una nueva gramática.

Sin embargo, el lenguaje natural del amor no garantiza la convivencia (Aunque debería ser así). Es probable que la haga más llevadera, más agradable y emocionante, pero no es suficiente. Esto debido a que nuestros paradigmas y expectativas, así como la manera civilizadamente errónea de procesar la información altera la conexión del emisor y el dador. Cuando la mente irracional interviene, con sus miedos, inseguridades y prevenciones, la coexistencia deja de ser pacífica para convertirse en una guerra campal. Proyectamos lo que no somos capaces de resolver y las dudas nos carcomen el alma. Nos atrincheramos y sacamos a relucir lo peor que tenemos.

Una comunicación sana, apacible y cariñosa necesita de escucha activa (tratar de entender correctamente lo que me están diciendo), atención despierta (estar con los cinco sentidos) y confianza en el otro. Cuando estos tres factores están presentes, no se requiere traductores especializados, identificador de llamada y alarma contra robo. Sin embargo, alguno de ellos no se cumple, la distorsión entra y el caos hace de las suyas.

Si acopláramos la comunicación verbal a la frecuencia, a los códigos naturales del amor y siguiéramos su ritmo (el pulso de fondo), entonces no habría tantos malos entendidos porque no habría malas intenciones. Una ternura silenciosa invadirá la relación: tendríamos muy poco qué explicar y casi nada qué aclarar.

Pongamos en práctica el amor mutuo,
porque el amor es de Dios.
Todo el que ama y es bondadoso
da prueba de ser hijo de Dios y conocerlo bien.
El que no ama no conoce a Dios,
porque Dios es amor.
(1 Juan 4:7-8)

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