PERDER O GANAR
Independientemente de los buenos propósitos de algunas instituciones y personas, nuestra cultura enfatiza la competencia en todas las formas concebidas. Desde la compulsiva estimulación temprana hasta la vida laboral adulta, pasando por los colegios y las universidades, la rivalidad está presente. Ser “el mejor” es algo que se alienta y promulga abierta y conscientemente. Es más importante destacarse, que estar en paz. Es más apetecido el primer puesto, que vivir alegremente. No se educa para ser feliz, sino para triunfar en la pugna.
Llegar de primero es mucho más relevante que enamorarse. La medalla de oro tiene más peso que escribir un libro. Perder una materia impacta mucho más que perder un amigo. Concursar, dominar y salir airoso es el sueño de todo joven.
Se define al “éxito” cuantificando su posición en cierta escala de logros. Se le emula y se le coloca como ejemplo a seguir: El héroe es el que obtiene la más alta posición. Nunca decimos: “Mira... ese hombre está contento haciendo lo que hace”, “esa persona no es egoísta” o “esa mujer hace lo que quiere y lo disfruta”. Lo que transmitimos es un mensaje contaminado: el más y el menos. “La más bonita”, “el más rico”,”el más alto”,”el más malo”,”el menos inteligente”, o “el peor”. Los extremos generan en nosotros una extraña fascinación, y lo que es más grave, los proclamamos a sangre fría, sin atenuantes ni modulaciones.
La ganancia del que compite debería ser un valor agregado al quehacer mismo y no la meta principal. Perder, debería ser una oportunidad para aprender y no una manera de aniquilar la autoestima.
El buen ganador siempre saca a relucir su humildad, Y no me refiero a la falsa modestia de decir:”No fue nada”, sino a no dejarse contaminar por la victoria y a respetar al contrincante: ni vencedores ni vencidos (la contienda se acaba ahí y adiós). Reconoce el esfuerzo, pero no se vanagloria de él, no lo exhibe. No renuncia al triunfo, pero podría desprenderse de él si fuera necesario. Tampoco se trata de sentir culpa por ganar (si se entró al certamen no era para perder), sino de mantener los humos a raya. Pero ¿le enseñamos a nuestros hijos a saber vencer?.
Por su parte, el buen perdedor reconoce la derrota a lo lejos. No se empecina irracionalmente. Depone las armas oportunamente y en paz. Sabe que nunca estará en juego su esencia o su autovaloración (“Soy mucho más que mis resultados”), por eso ve las pérdidas con beneficio de inventario. No hay envidia se felicita al contrario. El que aprendió a perder sabe muy bien que la esperanza, a veces, es lo primero que hay que desechar. Y al igual que el buen triunfador, maneja una amnesia saludable para los reveses. Saber perder no implica darse por vencido antes de tiempo, sino a tiempo. No significa escapar cobardemente, sino persistir solamente cuando se justifique. Es tener el calculador de probabilidades afinado y las batallas bien calibradas. Pero,¿le enseñamos a nuestros hijos a perder?.
Ya que promocionamos en la juventud la mala costumbre de la confrontación permanente y la conquista por la conquista, al menos deberíamos tener el pudor (o la vergüenza) de humanizar la competencia.
Ganar con nobleza y perder con dignidad, y quién sabe, en una de esas, la comparación quede de última. Estar unánimes, sintiendo una misma cosa… nos aconseja la palabra de Dios, haciendo énfasis en que:
Nada hagáis por contienda o por vanagloria;
antes bien con humildad,
estimando cada uno a los demás
como superiores a si mismo,
no mirando cada uno por lo suyo propio,
sino cada cual también por lo de los otros.
(Filipenses 2:3)
por Henry Leguizamo
por Henry Leguizamo
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